En su novela El año de la ira, el escritor costarricense Carlos Cortés abre la narración con un epígrafe de Vicente Saenz, indicando que, en 1917, 95 de cada 100 personas cultas apoyaron el golpe de Estado del general Tinoco contra el licenciado Alfredo González Flores.
Más de un siglo ha pasado y, naturalmente, la muerte de las generaciones que vivieron esos acontecimientos ha erosionado la memoria. Pero basta revisar las fuentes documentales para verificar que el último dictador de la historia costarricense fue ampliamente popular y aceptado. Al menos al inicio.
En el contexto de crisis fiscal por el cierre de los mercados cafetaleros europeos a causa de la primera guerra mundial, el gobierno de González Flores había promulgado una polémica reforma tributaria. Al mismo tiempo, era visto como un gobierno no del todo legítimo, ya que don Alfredo había sido designado como presidente por el Congreso, luego de unas elecciones en las que ninguno de los candidatos obtuvo la mayoría necesaria para formar gobierno.
Aunado al clima de crisis fiscal, contribuyeron a que el golpe de Tinoco fuera visto por la opinión pública como un acto de salvación nacional. Más tarde, Tinoco se valió de la imagen fotográfica para construir una imagen pública: en las fotografías se le suele ver vestido de civil, al tiempo que aparece rodeado de uniformados, como si quisiera marcar distancia: lavar su imagen, pues él era militar.
Si bien llegó al poder mediante las armas, rápidamente Tinoco intentó legitimarse como un demócrata, convocando a una asamblea constituyente y elecciones, aunque con un solo partido. El régimen tinoquista le sacó el máximo provecho a su popularidad tratando de imponer un pensamiento único en Costa Rica. Para este fin se valió de los militares leales conocidos como “los esbirros”, a quienes ordenaba reprimir aquellas voces que le llevaran la contraria al régimen.
La popularidad de Tinoco se vino abajo cuando fueron evidentes los abusos de “los esbirros”, encarcelando e inclusive asesinando a cualquiera que cuestionara la palabra del presidente.
Tinoco cayó en medio de una revuelta popular, aunque su caída es más atribuíble al hecho de que nunca logró consolidar una buena relación con los Estados Unidos, ya que la política del presidente Woodrow Wilson consistía en no reconocer gobiernos de facto.
Revisar la historia permite demostrar que la aceptación o la popularidad de un régimen no es precisamente el mejor medidor de su gestión. Prácticamente, todos los regímenes y dictaduras se han valido de la propaganda para lavar su imagen o, ya de plano, imponer un pensamiento único.
La idea de que “todo el país apoya al presidente” va totalmente en esa línea. Así mismo, muchos gobiernos autoritarios en la actualidad gozan de una alta popularidad, como el de Bukele en El Salvador o la dictadura del matrimonio Ortega-Murillo, en Nicaragua. La historia no se repite, pero permite identificar patrones de comportamiento muy claros.