Nació en 1949 en el Valle de San Andrés, en El Salvador, una tierra fértil, con abundante riqueza natural en ese entonces.
Pero, los hechos de violencia en la década de los años 70, que condujeron a su país a una guerra civil lo obligaron a migrar para salvar su vida.
Llegó a Costa Rica en 1974, solo, sin documentos, como un migrante ilegal. Era solo un muchacho.
Se ubicó en aquellos años en El Cascajo, hoy Castelmare de Pital de San Carlos. Ahí encontró trabajo como peón agrícola.
Sabía que debía “afanarse” para sobrevivir y comenzar a hacer realidad sus sueños de joven, ya que la situación política y social en El Salvador se ponía cada vez más difícil.
Con cuchillo, garabato y pala en mano, no le arrugó la cara ni al sol y ni a la lluvia, era un peón disciplinado y un jornalero que cuidaba sus finanzas.
El amor llegó a su vida
A los tres años de haber llegado a Costa Rica, Félix Díaz Rivera encontró al amor de su vida.
El salvadoreño se enamoró de Eduviges Alvarado Rojas, una Sancarleña que a los pocos meses de noviazgo se convirtió en su actual esposa y madre de sus tres hijos.
Es aquí donde comienza otra historia, un conjunto de acciones como familia, que hoy son de gran importancia para la naturaleza y el desarrollo humano de la Región Huetar Norte.

De una necesidad, un bosque
Los ahorros y un crédito en el extinto Banco Anglo le permitieron a la familia Díaz Alvarado comprar en Castelmare de Pital una manzana de terreno, para construir su casa y sembrar parte de su alimentación. Les costó ₡8.000 en ese momento.
Pero, en aquel terreno solo encontraron tres árboles: uno de limón criollo, otro de manzana de agua y uno de guaba, es decir, no disponían de la madera necesaria para construir una casa, por lo que debieron improvisar un rancho.
“Empezamos a sembrar camote, malanga, tiquizque y yuca para comer. También, sembramos piña, que llevaba a vender al Cenada y al Mercado Borbón, pero, el dinero no nos alcanzaba para comprar madera, nos la vendían carísima, entonces decidimos hacer un vivero”, recordó don Félix con una sonrisa en su rostro.
En 1983 comenzaron a sembrar árboles de especies como el Cenízaro, Cedro María, Cóbano y Roble Coral, entre otras, y entendieron que la necesidad de madera tiene en riesgo de muerte a los bosques de todo Costa Rica, sin excluir a esta Zona Norte.
Casi 40 años después de aquella aventura, don Félix posee hoy más de 27.000 árboles de 418 especies nativas, maderables, varios en peligro de extinción, y frutales, que sirven como fuente de alimento para humanos y animales.
“En el 2017 logramos sacar las primeras trozas de madera para nuestra casa, ha sido un proceso largo, de educación, nos hizo entender la necesidad que hay de restaurar los bosques tropicales”, narró Díaz a La Región.

Banco de semillas
Con el paso de los años, mucho trabajo y esfuerzo, esta familia pitaleña amplió su propiedad y hoy cuentan con 9 hectáreas reforestadas.
Las semillas de las 418 variedades de árboles que poseen las recogieron en San Carlos y otras partes de Costa Rica.
Dentro de las especies vedadas que han logrado reproducir están diferentes tipos de Cedro, Cocobolo y Plomillo.
Junto a los árboles han sembrado unas 30 especies de palmas como el pejibaye, más de 15 variedades de bromelias y 10 tipos de bejucos, que sirven como fuente de alimentación de aves, anfibios e insectos.
Los árboles de Hojoche, por ejemplo, están en plena producción de semillas.
A sus 74 años de vida, este salvadoreño está creando un banco de semillas de árboles maderables de gran valor y largo crecimiento, ya sea para la restauración forestal o para su aprovechamiento.

“Esta lucha de años a favor de la restauración forestal nos enseñó que cada acción tiene un valor. Nosotros pensamos colocar cada semilla o arbolito que salgan de aquí en ₡5.000 o ₡10.000 colones, según la especie”, dijo Díaz.
Agregó que, en un vivero comercial, un árbol maderable en peligro de extinción puede llegar a costar hasta ₡35.000 o más.
Estar en la parcela de don Félix, cobijado por la sombra del bosque, escuchar el canto de las chicharras, los yigüirros, los guacos y el grito de los monos aulladores es disfrutar y valorar la importancia que la naturaleza tiene, es llenarse de paz y energía.
Conocer esta experiencia familiar es adentrarse en un proyecto de gran valor, en los beneficios de reproducir árboles para que nos beneficien a todos; es una acción tangible que demuestra que es posible combinar la producción agropecuaria y la restauración de los ecosistemas, que son la base de la vida en la tierra.
