Las imágenes eróticas que recurren a una estética delgada, curvada y ligeramente bronceada han invadido frenéticamente nuestros cerebros. Los cuerpos “muy” delgados, “muy” gruesos, “muy” altos, “muy” viejos o aquellos que contienen cicatrices, pecas, manchas, vellos o que utilizan una silla de ruedas, un bordón o una prótesis de pierna, no parecen ser los favoritos para la publicidad ni para cualquier escena de sexo en una película promedio. No obstante, esos son los cuerpos que habitamos.
El espacio físico de nuestro cuerpo es el sitio que ha vivido dolor, trauma, goce, que ha enfrentado un cáncer, que ha gestado, que ha deseado dormir más o que ha arrastrado su cansancio al trabajo día a día.
Cuando enfrentamos la poderosa industria de los “cuerpos perfectos” a nuestro reflejo en el espejo, con frecuencia nos invadimos de mucho pesar o nos convencemos de que nuestro cuerpo no es “deseable”. Pero, curiosamente, la evidencia de las relaciones cotidianas nos dice lo contrario.
Las experiencias de placer no se inscriben en esos cuerpos abstractos que nos imaginamos, sino que se experimentan en nuestros cuerpos, en nuestra propia piel. Es el propio cuerpo el que desea, el que se erotiza, el que visita el orgasmo, si es el caso. Y esto sucede porque, dichosamente, no somos solo cuerpos, somos personas, habitadas de energías profundas y complejas que con frecuencia renegamos de nuestros cuerpos.
Somos, además, seres sociales que enfrentamos la vida desde los saberes de nuestro tiempo y lugar en el mundo, desde la familia, las diversas relaciones que tejemos o el espacio en donde nos socializamos. Con todo y nuestra biografía nos acercamos al sexo improvisando, con curiosidad y dudas o a veces con determinación y expectativa. Tropezamos con placeres y disgustos y, a veces, con marcada violencia. Enfrentamos ansiedades y dolores, depresiones y profundos desiertos emocionales. También vivimos alegrías y momentos de éxtasis. O a veces no nos acercamos, del todo, porque es confuso, culpabilizante o porque no nos sentimos personas merecedoras de ningún afecto.
Todo lo anterior, casi siempre, se vive y se piensa en profunda soledad. Porque no es fácil admitir que pensamos en sexo, pero ciertamente lo hacemos. En el sexo que tenemos o en el que deseamos, o quizás en el que ahora preferimos que no hubiese pasado. Además, admitir que se piensa en sexo puede sonar a “perversión” y mejor ahorrarnos el malentendido. También hay épocas de la vida que pensamos más en sexo que en otras, o bien, que la frecuencia y el interés son distintos.
Ciertamente, cuando admitimos que pensamos o que deseamos sexo las mujeres somos mucho más señaladas que los hombres, quienes han tenido históricamente muchas más libertades y no en pocas ocasiones las han usado para ejercer violencia.
Con frecuencia, el sexo es cooptado por la violencia y el mercado y ello nos deja en una profunda vulnerabilidad, pues tampoco se nos dieron herramientas para disfrutar del sexo, más allá de la cultura del miedo a las infecciones de transmisión sexual y los embarazos no deseados. Quizás requerimos pensar el sexo como un elemento de ciudadanía, que nos atraviesa la vida en sociedad, más allá de la capacidad reproductiva.
Reconectar el placer con el propio cuerpo puede requerir de un largo trabajo, sobre todo en las ocasiones en las que se ha sobrevivido a la violencia sexual. Pero este camino será más transitable si desarrollamos esfuerzos sociales por darle al sexo el lugar que se merece en la educación, en las conversaciones de pareja, en las situaciones de sexo casual y en la vivencia propia del autoerotismo o masturbación.
Colocar el placer como parte de la canasta básica de nuestro bienestar es una tarea urgente, porque refiere a la libertad más íntima de la vida y porque nos ayuda a construir el deseo desde una cultura del consentimiento y el goce recíproco: ingredientes esenciales del buen vivir.
La autora de este artículo de opinión es Socióloga.