Calificar a algo o a alguien, por alguno de sus atributos, es etiquetarlo. Hemos crecido en medio de una constante etiquetación de todo y a todos; de ese modo, estamos habituados a referinos a las personas por su talla, su contextura, su color de piel, su religión, su equipo de fútbol, su empleador, su proclividad hacia el trabajo, y, así, docenas de etiquetas.
Probablemente, dentro de ese juego de otredad y alteridad, las etiquetas cumplen una función crucial en definir la diferencia entre nosotros y los otros, o lo que creemos ser nosotros y lo que son los otros. La falacia ecológica toma fuerza y las generalizaciones superan el efecto inicial de la etiquetación.
Clasificar a algo o a alguien no es, en sí mismo, un acto positivo o negativo; sin embargo, suele etiquetarse con fines descalificativos. Quien es etiquetado queda en una posición de desventaja; al final, le tocará la triste tarea de gastar -no invertir- tiempo y esfuerzo para demostrar que tal etiqueta no es justa para sí. Lo anterior ocurre, especialmente, cuando se trata de etiquetas relacionadas con el honor o la conducta personal.
Los últimos meses, desde el Ejecutivo, pero especialmente desde su máxima cabeza, han surgido una serie de etiquetas dirigidas a cuantas persona e instituciones se muestren contrarias a sus ideas y formas. Desde prensa “canalla” hasta estudiantes “esbirros”, las etiquetas han surgido un día sí, y el otro también.
Pero, no siempre poner etiquetas es negativo. En el caso de los alimentos, especialmente los perecederos, el etiquetado se torna fundamental. No solo se trata de distinguir un queso fresco de uno maduro, o una carne de primera de una económica; se trata de saber qué día se empacó y cuál es la fecha de caducidad. En el caso de los productos adquiridos en la carnicería o en una quesería, el etiquetado en casa es fundamental: rotular el contenedor con la fecha de ingreso al refrigerador es una práctica harto deseable, aunque poco adoptada.
Hay otro tipo de etiquetado que, luego de muchos años de evolución, se fue volviendo obligatorio y, cada vez, más completo: el de la información nutricional. No obstante, quizás coincidirán ustedes conmigo, esa información es, muchas veces, muy difícil de interpretar; mucho más para personas que apenas leen. Es muy bueno saber cuántas unidades de medida de peso (miligramos, gramos), de volumen (mililitros o microlitros), de cantidad de sustancias especiales como vitaminas y minerales (unidades internacionales), o de energía (kilocalorías o julios) por porción contiene un alimento empacado o envasado. Incluso, es maravilloso que nos informen cuánto del contenido por porción satisface la necesidad diaria según un requerimiento dietético típico, generalmente expresado en kilocalorías.
El problema está en que, generalmente, los datos son relativos a porciones de equis cantidad de gramos o mililitros de producto, pero el paquete o el envase tienen varias veces aquella cantidad, de modo que hay que hacer malabares algebraicos para saber cuánto de lo que me corresponde por día estaría satisfaciendo si ingiero todo el contenido. Pero el problema no queda ahí, porque al tener como referencia un requerimiento calórico diario, algunas veces de 1500 kilocalorías, otras de 2000, dependiendo de la persona, podría tratarse de una dieta hiper o hipocalórica; por tanto, sub o super estimada. En fin, la información es estupenda en su concepto y propósito, mas no en su cotidiana aplicación.
Surge entonces una respuesta: el etiquetado nutricional frontal. Este tipo de etiquetas, de uso recomendado por la misma Organización Mundial de la Salud, busca que los consumidores reconozcan un producto con cierta condición de riesgo en su consumo por contener excesos de azúcares, grasas y sodio.
Es una verdad monumental que la hipertensión arterial, altos niveles de azúcar en sangre en ayunas y el sobrepeso/obesidad son los tres principales factores de riesgo asociados con la mortalidad en la Región de las Américas, como bien lo indica la Organización Panamericana de la Salud. La carga de enfermedad y el número de fallecimientos por las enfermedades no transmisibles asociados a la dieta, junto con el estrés y el sedentarismo, triada ampliamente interrelacionada, cobran la mayoría de las vidas en la región y Costa Rica no escapa a ello.
El etiquetado nutricional frontal surge como una medida de política pública de fácil implementación – y más sencilla adopción- por las personas, aun con escasas capacidades lectoras. Ha sido ampliamente documentado para reducir el consumo de alimentos patogénicos por su facilidad de lectura y comprensión.
Sus efectos positivos en la reducción del consumo de productos con excesos en azúcar, grasa y sodio también han sido reportados en los países en que se ha prohijado esta medida. Incluso, la Asociación Costa Rica Saludable y la Coalición América Saludable realizaron un estudio en nuestro país sobre este tipo de etiquetado, con resultados muy reveladores y útiles para los tomadores de decisiones.
Sin embargo, de la forma más sorprendente inimaginable, el Ministerio de Salud, por medio de la circular MS-DRPIS-UR-1588-2023, obliga al importador o distribuidor de alimentos que, cuando los productos traigan ya el etiquetado nutricional frontal, desde el país de origen, lo oculten o lo cubran, de la manera que sea. El argumento es que en el país no hay una norma clara respecto de lo que significa que un alimento tenga un contenido alto o excesivo de esos componentes patogénicos; además, de que se desea no confundir al consumidor, sino, más bien, que la información sea clara. ¡Perdón! ¿Qué más claro que una sencilla etiqueta que diga que el producto tiene exceso de un componente dañino? Parece que el razonamiento lógico palidece ante semejante argumentación.
Ya diversos actores sociales se han manifestado sobre el tema; de un lado aquellos que muestran preocupación por la salud pública como colegios profesionales, consumidores y oenegés, y, en el lado opuesto, la Cámara Costarricense de la Industria Alimentaria. Lamentablemente, el Ministerio de Salud, atendiendo leguleyadas -ahora sí- deja de lado su rol técnico en favor de la salud pública, y pone en indefensión a la ciudadanía.
Parece que, en el juego de las etiquetas, al Ejecutivo le resulta difícil saber cuándo ponerlas, y cuando quitarlas.