Un poema lleno de recuerdos y sentimientos titulado Los pollitos dedicó el escritor y poeta sancarleño Adriano Corrales Arias a su hermano Manrique un hombre que en vida se ganó el cariño de miles de sancarleños.
Los pollitos
A Manrique
Recuerdo aquella silla de ruedas, mejor dicho, aquel carretón celeste de madera artesanal. Así le llamaste, o le llamamos: Los pollitos. Tal vez porque sus ruedas, a falta de aceite, chirriaban como polluelos recién nacidos. Recuerdo bien cómo te paseábamos, corríamos y saltábamos por el amplio patio de la casa en Marsella. O por los polvazales de su única calle.
Abuelo en especial porque te consentía. Nos cortaba el cabello. Y alertaba a padre y madre sobre las huellas frescas de jaguares o pumas. Cuando murió te visitaba por las noches. No asustaba. Platicaban ustedes. Se lo contaste a mamá. Y mamá te creía. Yo también pues soñaba con el abuelo Chofo de brazos cruzados tendido sobre el amplio mostrador de la pulpería. Allí murió mientras padre andaba de compras en la capital.
Descansábamos de juegos y correrías cuando llovía y llovía. Desde la ventana contemplábamos los largos aguaceros y los relámpagos. Las bestias empapadas, tristes, cabizbajas. Madre encorvada en la singer, o alrededor de velas, canfineras, lámparas de gas, o del fogón y cocina de leña, nos aleccionaba con cuentos de sombras y aparecidos.
Más tarde llegaron el metal y el caucho. ¿En Venecia? No, ya en Villa Quesada. Donación de la Caja del Seguro, mejor dicho, derecho aplicado por el nuevo estado solidario. Y entonces la movilidad era mayor. En el barrio San Roque. O en el centro de la ciudad. En aquella casa donde sí asustaban. En el segundo piso aparecían los fantasmas. Quizás ex combatientes del cuarenta y ocho. Tal vez ánimas del barrio perdidas en sus aniversarios. O en la amplia casa de madera verde. Y luego en el barrio San Antonio, o por el acantilado hacia el río que bordeaba el plantel municipal. Y en el barrio Baltazar Quesada. Allí las glorias de las orquídeas de madre.
Y siempre el olor a pan recién horneado. El cloquear de las gallinas. El galope lejano y los mugidos. Los árboles de toronja y naranja agria. Los perros collie, pekinés y Barón, el pastor alemán jugueteando con tu silla, halándola y ladrándole. Igual Daga allá en Marsella con la pandilla de hermanos y vecinos cuando se jugaba la puntual mejenga con toronjas o vejigas de chancho. Abuela despotricando y colocándonos apodos. O insultando a los vecinos. Practicando apuestas con nuestros puños. O haciendo de celestina con algunas primas. Y más sustos: llovía ropa blanca de los techos o del cielo.
Luego mi partida. Los estudios. La guerra. Los llantos. La sangrante selva de la guerrilla. Los países lejanos. Y seguir la ruta cuando los años nos sobrepasen. Porque no hay nada mejor que gastar los días en abrazos, despedidas y reencuentros.
Las naranjas ya están maduras. Las toronjas caen cual enormes manzanas de agua o mangos. Nos envuelve la niebla por la ciudad cuajada de silencios, nave extraña donde el espanto es de otro tipo pues escuchamos, allá lejos, muy lejos, por lodazales y polvaredas, el chirrido perenne de unas ruedas de madera sin aceite como garúa, pelo de gato, triste melodía en tocadiscos o fantasmal carreta sin bueyes.